Sólo Garmendia salva Sólo Garmendia salva

Por José Pulido (@josepulido2015)

No debería ser necesario decir algo que nunca se haya dicho sobre un escritor. Porque su escritura es lo que debe prevalecer ante el lector.

Aunque para ser sinceros, cuando alguien escribe sobre un autor lo hace porque lo aprecia, pero también evidencia deseos de lucirse un poco.

En relación con Salvador Garmendia, lo he querido y admirado tanto, que he especulado varias veces en torno a su escritura y su persona, pero nunca he juntado una opinión satisfactoria, porque tengo la certeza de que él seguirá siendo mejor que todo lo que se diga y nada puede hacerle más justicia que dedicarse a leerlo con alegría y emoción, como si fuera una fiesta patronal, un pueblo de palabras celebrando su fundación.

Quien lo lea, encontrará la fluidez de su alma y conocerá a un gran narrador venezolano y latinoamericano, cuya voz contaba los sueños y las realidades desde el sentir de los abuelos que fueron nietos. Salvador ensalmaba los días y las noches para quitarles el mal de ojo de la rutina.

La Venezuela de su infancia era literaria y poética porque la realidad se hallaba constantemente intervenida por  los dictadores y las ignorancias. Debido a eso, la gente prefería vivir conversando con los duendes, los encantos y las ánimas, desarrollando fantasías donde no pudieran intervenir los poderes terrenales. En Memorias de Altagracia está guardada y bien conservada esa Venezuela: allí permanece y nunca se extraviará.

Salvador Garmendia vivió en profundidad este país. Siempre estuvo sembrado en el seno de la gente que originó los sueños nacionales más crudos e ingenuos. Sembrado y retoñando, en Barquisimeto y en Catia. Deambuló entre seres que nunca ocultaron su destino ni escondieron sus intenciones. Conoció cada una de las camadas huérfanas de fe que vagan por los linderos de la sociedad sin el lastre de la esperanza. Supo de las tristezas insondables y de las efímeras alegrías que se ejercen a la deriva.

Él formó parte de la ciudadanía que le da continuidad a los sueños y a las desgracias, sin mayores artificios. Desde que nació hasta que cerró los ojos de tanto mirar, vivió como navegando en grandes mares de tiempo, en oleadas de meses interminables. Al menos sé que tenía esa impresión. Había visto todo y había sentido todo. Esa es la pura verdad, pero los conocimientos hermosos y profundos que constituían su tesoro personal, se los debía, en buena parte, a los libros. Desde la infancia se alimentaba de libros y de cuentos que escuchaba en los lugares públicos y en las noches familiares.

Nunca le abandonó su sentido del humor, su ironía casera y hermosa, que era como una espada. En Memorias de Altagracia hay esta clase de fragmentos maravillosos:

“Por supuesto, no se le sentía todo el año sino en los meses de julio a septiembre, cuando llegan los grandes ventarrones y las noches solían ser más negras, agazapadas en los patios como un animal que prepara el salto. El resto del tiempo permanecería en el depósito de las brujas que, según creía, no debía hallarse muy lejos de nosotros ni resultaba del todo desconocido para la mayoría de las personas, especialmente para las semibrujas, que eran una especie bastante común: eran trajinadoras y hablachentas y tenían una mitad de bruja y la otra de gente; una parte les olía a infiernillo y a azufre y la otra a aliños o paila de dulce; con una mano rascaban un sapo y con la otra bordaban o espantaban las moscas. Cualquiera de ellas podría escapar volando por una claraboya y al mismo tiempo salir tranquilamente de su cuarto si alguien la llamaba.”