“Las diabluras del lápiz” de José Andrés Rojo

Compartimos la conferencia “Las diabluras del lápiz”, que el escritor José Andrés Rojo ofreció en el marco de la  Gala Inaugural de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC 2017), que se celebró en Ciudad Banesco el pasado 27 de octubre de 2017.

 

No concibo la lectura si no tengo un lápiz a la mano. Esta manía me produjo durante largo tiempo mala conciencia. De acuerdo, me dije entonces en tono conciliador, puedes utilizar el lápiz para subrayar algunas ideas y, desde luego, las conclusiones de un libro de ensayo, de un tratado, de un estudio. Utilizarlo, sin embargo, a la hora de leer unos poemas o una novela, de eso ni hablar. Hasta ahí podríamos llegar.

Así que, durante mis años mozos, tuve perfectamente divididas las lecturas. En aquellos libros que iban a enseñarme algo me permití utilizar el lápiz. Tuve, en cambio, radicalmente prohibido servirme de él si me sumergía en lecturas destinadas simplemente a deleitarme.

Un día la cabra se fue al monte. Quiero decir que, frente a toda prudencia, superando todo decoro, ebrio de audacia y absolutamente desentendido de la menor corrección, cogí el lápiz fuera cual fuera la lectura, decidido con el mayor de los corajes a intervenir.

Desplegué la infantería, coloqué sobre una colina a los artilleros, dispuse a la aviación para que acudiera presta en cuanto iniciara las primeras maniobras, incluso exigí la movilización de la armada, nunca iba a estar de más su apoyo en momentos oportunos. Y me lancé. Los libros se convirtieron de pronto en campos de batalla, y tuve que cuidar todos mis flancos. Iba decidido a ganar. El lápiz se convirtió en una pieza esencial. Fui marcando el territorio, señalé los puntos frágiles del enemigo, localicé  sus defensas, subrayé las claves de su estrategia en cuanto las hube descubierto, apunté sus tácticas. Llegó un punto en que la lectura se convirtió en un combate cuerpo a cuerpo. No iba a permitirme nunca una derrota, me tomé antes de empezar un café, los sentidos despiertos al máximo, al menor ruido se me erizaban los vellos de los brazos, lancé mis tanques al ataque. El lápiz fue, en todo momento, un utensilio esencial. ¡Ojo!, apunté aquí y allí; ¡atención!, escribí en un margen. Por aquí no, ¡esto importa!, así, toma ya.

Otras veces, en cambio, antes de coger esta o aquella novela, una colección de versos, un estudio de gramática, quién sabe, una obra filosófica, preferí acicalarme. Cómo iba a presentarme con estas greñas. Me miré al espejo, no tardé en darme una ducha rápida, les di más de una vuelta a los contados cabellos que me quedan para conseguir un aire de seductor, me afeité, elegí el traje más decente y, si me apuran, hasta le compré un ramo de rosas. El lápiz intervino para servirme como un secreto acompañante que iba sugiriéndome los requiebros. Olé. ¡Qué belleza! ¡Cómo me gusta esto! La lectura se había convertido en un cortejo. No te me vas a escapar, pensaba; quédate conmigo, le decía, a ratos con más pudor, tímido incluso, pero también supe lanzarme a ratos a muerte, como perdiéndome el respeto, loco, derretido, entregado por completo. Perdido. Sí, tengo el cuerpo lleno de magulladuras, heridas en el alma, roto mil veces el corazón, mil veces recompuesto.

La guerra y la seducción. El campo de batalla y el lecho donde se confunden los amantes. Pero la lectura ha sido, y seguramente las más de las veces, un lugar de conversación o un breve e intenso encuentro, una llamarada. A veces sacaba unas patatas fritas y unos refrescos, otras veces preparaba un té con pastas o, simplemente, servía dos whiskies. También he paseado, vamos al monte, cojamos un tren, volvamos al parque, tomemos aquel sendero. El lápiz aparecía entonces para subrayar una broma, enmarcar unas anécdotas, conectar un recuerdo con otro, atrapar una idea perdida, una discreta observación, un cotilleo. Tengo los libros llenos de signos de admiración y de círculos, de notas apresurada e ilegibles con el tiempo, de páginas dobladas en una esquina.

Permítanme confesarlo, la lectura es un ejercicio físico devastador. Subes parajes escarpados y recorres infinitos desiertos, caminas y caminas, te levantas a primera hora del día, a veces tienes que ir corriendo, incluso a velocidad de vértigo, páginas y páginas. Bueno, también hay tiempo para la morosidad y la lentitud. Y el lápiz es un bastón en el que te apoyas, un remo con el que impulsarte con más fuerza, una flecha que lanzas y de la que te amarras para sobrevolar el mundo.

Les decía que, de joven, tuve mala conciencia cuando acudía a los libros con un lápiz. Hubo veces, cuando alguien irrumpía allí donde estuviera leyendo, que me sentía como sorprendido en un acto pecaminoso, y escondía el lápiz, lo tiraba a un rincón, lo guardaba en el bolsillo, lo desaparecía bajo la manga de la camisa. Hoy, en cambio, exhibo los restos de mis lápices, mis compañeros más fieles, mis herramientas de disección, las cuerdas de las que me he valido para bajar al infierno y las pértigas de las que me he valido para proyectarme al cielo, como un trofeo. Son trozos minúsculos, ya casi resulta difícil agarrarlos, pero créanme que mantienen el porte, el orgullo del deber cumplido. Soldados de mil batallas, compañeros del alma.

Fue seguramente la lectura de un libro de George Steiner, el gran crítico literario, el que terminó de quitarme todos los complejos. En el primer capítulo de Pasión intacta se dedica a comentar un cuadro, Le Philosophe lisant (El filósofo leyendo), de Jean Siméon Chardin. Es el retrato de un hombre al que se ve profundamente sumergido en un voluminoso libro. Hay en su porte una inmensa calma, como si el mundo se hubiera detenido delante de él para observar sus ademanes, para procurarle el silencio que reclama, para dejarlo hacer rendido ante su porte distinguido y su elegancia. Cierto, viste un hermosa pelliza de color rojo con las bocamangas y el cuello de piel negra. Y tiene un sombrero. Dice Steiner que va así vestido porque en aquella época se entendía la lectura como “un encuentro cortés”. En cuanto al sombrero, comenta que en la tradición hebraica y en la greco-romana, tanto el adorador como el que consultaba el oráculo o el iniciado llevaban siempre la cabeza cubierta al acercarse al texto sagrado o al augurio. Algo importante, acaso excepcional, está sucediendo allí, nos dice Steiner, nos cuenta Chardin en su hermosa obra.

El hombre tiene el brazo derecho apoyado en la mesa junto al libro, y con la mano izquierda ha cogido la esquina de una página, y la ha levantado ligeramente, como para ayudarse a entrar mejor en su interior. Toda la atención está fijada en ese lugar, como si ahí estuviera empezando el agua a removerse, como si en ese punto se fueran enganchando las piezas de un  mecanismo, de un motor, que va arrancar ya y emprender el vuelo. El hombre lee, el mundo se ha detenido.

Steiner se fija entonces en algunos objetos que están muy próximos al libro al que está entregado aquel elegante caballero –al parecer el que posó fue el pintor Aved, gran amigo de Chardin–. Hay un reloj de arena, que lleva a aquel reducto privado e íntimo la maldita marcha de las horas, y que seguramente revela que hay un tiempo para los libros y que hay un tiempo para los hombres. También se pueden distinguir tres discos de metal y, dentro de un recipiente, el esbelto tallo de un cálamo. La atmósfera del lugar transmite una envidiable calma, como si un invisible director de orquesta rebajara el ritmo alocado y fugaz de las calles a la majestuosa lentitud de un adagio. “Leer, según el retrato de Chardin, es un acto silencioso y solitario”, escribe Steiner. “Es un silencio vibrante y una soledad poblada por la vida de la palabra”.

Un alambique, una calavera: todavía Steiner se entretiene en otros elementos que aparecen en el cuadro, pero hay uno que ha centrado su atención, y la nuestra. El cálamo, la pluma de ave o de metal que los antiguos utilizaban para escribir. Vaya, el lápiz. Si Chardin hubiera pintado hoy a su philosophe lisant lo que hubiera puesto cerca del libro que lo tiene abducido es simplemente un lápiz. “Este objeto”, apunta, “define la lectura como acción. Leer bien es contestar al texto, ser equivalente al texto, una ‘equivalencia’ que contiene los elementos cruciales de respuesta y de responsabilidad. Leer bien es participar en una reciprocidad responsable con el libro que se lee, es embarcarse en un intercambio total”.

Así que, en esa “soledad poblada por la vida de la palabra”, no estamos en realidad solos. Tratamos con los ausentes y nos implicamos en una relación con las sombras, respondemos. “El cálamo se utiliza para escribir las notas marginales”, explica Steiner. “Las notas marginales pueden, en extensión y densidad de organización, llegar a rivalizar con el texto mismo, y apoderarse no sólo de los márgenes propiamente dichos, sino de la parte superior  e inferior de la página y de los espacios interlineales”. ¡Cómo me suena todo esto!, me decía. Las diabluras del lápiz.

Subrayo entonces en las páginas de Pasión intacta, el libro de George Steiner que tengo en mis manos. Apoyo el volumen sobre una mesa, y procuro que el trazo que marco con el lápiz sea lo más limpio posible. Leer: copiar, apunto en el margen superior, como un aviso para algún remoto tiempo venidero. “Con su cálamo, le philosophe lisant transcribirá del libro que está leyendo”, dice Steiner. “Este ejercicio de copia tenía múltiples propósitos: la mejora del estilo personal. El almacenamiento consciente de ejemplos de argumentación o persuasión, el fortalecimiento de una memoria certera (un punto esencial)”. A un lado de la página escribo con letra menuda: estilo personal, ejercicio de persuasión, fortalecer memoria.

Sigo con Steiner: “En cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta. El intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee un libro tiene un lápiz en la mano”. ¿El intelectual?, vuelvo a garrapatear en una esquina, ¿solo el intelectual? ¿Únicamente el philosophe, ese amigo de Chardin, el hombre que se ha vestido con sus mejores galas y que se ha puesto un sombrero para abrir un libro, contener por un momento la respiración, y empujar entonces la puerta para empezar a bajar las escaleras que han de conducirnos a ese lugar donde, acaso por un instante, vamos a ver un fugaz relámpago que ilumine alguno de nuestros más íntimos secretos? Tan secretos hasta que, sólo con la lectura, de pronto descubrimos algo que desde siempre habíamos sabido, pero que estaba perdido, ido, no dicho, oculto en alguna parte.

Es verdad que Chardin pintó a un philosophe y que Steiner explica que es el intelectual el que lee con un lápiz. Permítanme discrepar con humildad, y es que, aunque yo esté tratando de lápices reales, de mis lápices en realidad, lápices concretos y algunos ya machacados por el uso, como jubilados a un rincón donde disfrutan del tiempo que les queda bajo la luz del sol que entra por una ventana, y otros nuevos y dispuestos ya a seguir los pasos de sus predecesores, sí estoy hablando de ellos, pero creo que todo lector lleva siempre consigo un lápiz imaginario y que, a su manera, también actúa sobre el libro, dialoga con él, le va contando sus cosas a través de una secreta e íntima conversación. No hay lectura, en realidad, si no hay ese encuentro físico, corporal, a ratos desgarrador y a ratos jubiloso, entre uno y otro, entre el que lee y el que alguna vez escribió esas palabras.

El fotógrafo húngaro André Kertész reunió en un pequeño volumen las fotografías que había ido haciendo de distintas personas atrapadas en el acto de leer entre 1915 y 1970. Hay de todo. Un elegante caballero que va leyendo un pequeño libro mientras camina al lado de un muro donde se lee una pintada a favor de la Unidad Popular de Chile, y otro que en cambio tiene en las manos uno bastante voluminoso y que también va andando por una calle, seguramente de una ciudad del centro o del norte de Europa, lo digo por su gorro negro y su voluminoso abrigo. Hay una señora que se ha sentado en mitad de un bosque para sumergirse en la lectura y hay otra a la que se la a través de la ventana de su casa, ensimismada. Un anciano se ha sentado en la calle para leer y un hombre estira sus piernas sobre una silla mientras sentado en otra pasa las páginas de un periódico en un parque. Tres niños: el del medio tiene el libro sobre sus rodillas, pero todos leen concentrados, cada cual en su mundo, como si hubieran despegado juntos camino a otra parte pero estuvieran en el fondo estrictamente solos. Sí, leer es también un viaje, soltar amarras, salir a explorar lo desconocido, aprender a mirar, construir tu propio estilo.

Kertész fotografió a jóvenes leyendo acomodados en el césped de un parque, algunos apoyados en los troncos de los árboles. Un viejo lee en la azotea de un edificio; una mujer lo hace en una cafetería; un actor, tendido sobre un banquillo, en un camerino; una señorita lo hace en una biblioteca; otra, en la esquina de una calle, de cuclillas sobre el asfalto tiene en sus manos unos papeles que devora, desentendida de todo lo demás. Leen los ancianos y los adolescentes, los estudiosos y los vagos, las señoras curiosas, tumbados o caminando, con el tronco rígido frente a una mesa o medio despanzurrados en una terraza, con las manos abiertas sobre las páginas de los libros para que se mantengan abiertas, concentrados, idos, perdidos, arrastrados hacia quién sabe dónde. Lo mismo en Park Avenue que un claustro trapense, en un canal de Venecia que en una calle de Tokio, en los Jardínes de las Tullerías o en El Havre, en Buenos Aires.

No he encontrado que ninguno tuviera un lápiz en las manos, pero sí he imaginado que sus ojos subrayaban un pasaje, que su mirada apuntaba en el margen una idea, que su memoria marcaba con un círculo el ademán de la protagonista. Lo mismo que la vida, los libros son una vía de conocimiento. Pero al leer no aprendemos sólo contenidos e ideas, aprendemos sobre todo que no hay ninguna fórmula para llenar de sentido nuestras experiencias. Que no lo habrá nunca, que no queda otra que probar. Kafka lo expresó así en uno de sus cuadernos: “Me extravío”, escribió. “El verdadero camino pasa por una cuerda, que no está tendida en el vacío, sino casi a ras de suelo. Parece más bien destinada a hacer tropezar que a ser recorrida”.

Cuando lees, como cuando vives, nunca sabes por dónde van a ir las cosas. Por eso lo de las diabluras del lápiz, no hay manera de imaginar dónde va a aplicarse, qué va a señalar, dónde quiere intervenir. Cada libro es cada libro. ¿Y si esta vez solo me fijara en los hombres y en las mujeres y se me fuera de pronto una parte de sus historias, fascinado tan solo por su aspecto o su personalidad? En El círculo se ha cerrado, la última novela que escribió, el escritor noruego Knut Hamsun presenta así a Olga, y ya quedas atrapado por su inquietante encanto: “Lo primero que ve de ella no es que está sentada leyendo un libro y que abre un par de ojos desmesuradamente soñadores, sino que lleva el pelo corto, un cigarrillo en la mano, un mono y las uñas pintadas de rojo. Somos muy modernas y con la cabeza muy vacía, tenemos un cuello muy fino y no tenemos pecho”.

No quisiera referirme ahora a grandes héroes, a tipos como el capitán Ahab que sale a perseguir obsesivamente a la ballena blanca, sino a gente como Olga. Se pintó las uñas de rojo, tenía seguramente estudiado cada gesto, la pose, el libro como una pequeña excusa, tenía ganas de gustarle a Abel como le había gustado cuando eran niños, ahora que había regresado al pequeño pueblo después de tantos años de haber vivido fuera. Quizá quería atrapar ese tiempo de la infancia que ya se les había ido, pero él era de pronto un extraño y tenía que conocerlo de nuevo. Se arregló, lo esperó. No sabía ni siquiera lo que quería. Salvo gustarle de nuevo.

Somos pobres de solemnidad, pobres de vidas y de aventuras, pobres de poder, no nos dio tiempo en esta vida a ser príncipes ni a ser cuatreros, nuestro amores a veces parecen pálidos reflejos cuando escuchamos las palabras de otros amores, versos certeros que te crujen el alma: también a mí me tocó esa pasión, también yo acaricié un cuerpo así. Eso nos decimos, página tras página.

En su Cuaderno gris Josep Pla, ese inmenso escritor catalán que sabía mirar las cosas en su más drástica desnudez, recogía la observación de un parroquiano de Palafrugell, su pueblo, que consideraba que precisamente porque somos pobres no nos queda otra que escuchar a los demás. Ahí estamos, como quién dice sin nada, dispuestos a recogerlo todo. Otro apunte de Kafka: “No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha atentamente. No escuches siquiera, espera sólo. No esperes siquiera, quédate totalmente en silencio y solo. El mundo se te ofrecerá para que le quites la máscara, no tendrá más remedio, extático se retorcerá ante ti”.

Así ocurre con los libros. Ahí estamos y, de pronto, entra el mundo para retorcerse ante nosotros. Así que yo también puedo decir que tuve al rey Lear en casa, llegó abatido, era un anciano que ya no escuchaba bien del todo, con la piel oscura, como si descendiera directamente de un noble inca, andaba ligeramente inclinado hacia adelante, se sentó, o más bien se derrumbó en un sofá de mi salón, y entonces dijo: “(…) Que insondables heridas por esta maldición de padre / se abran en todos tus sentidos. Ojos viejos e ilusos, / si volvéis a llorar por esta causa, yo os arrancaré / y os tiraré junto a las aguas que vertéis / para ablandar la arcilla. ¿A esto hemos llegado? (…)”.

¿A esto hemos llegado?, me preguntaba a mí aquel viejo en el salón. O se lo preguntaba a sí mismo, poniéndome como testigo de sus desventuras. Sí, el personaje que Shakespeare llevó a un escenario para contar las desventuras de ser padre y los errores y la fragilidad terrible de eccontrarte abandonado de pronto por tus hijas. ¿A esto hemos llegado? Sí, a esto. Siempre llegamos nada más que a esto. A esto.

No hay consuelo, no hay manera de encontrarlo, voy leyendo lo que el rey Lear me cuenta y sé que nada puedo hacer por él, ni siquiera por mí mismo, como ocurre también en la vida, donde nos gustaría devolver el agua a su cauce, tener el volante, evitar el golpe; pero no, también en los libros nos está vedado todo consuelo.

Así que cojo el lápiz y subrayo frenético sobre las palabras del rey Lear, como si quisiera decirle: calla ya, ven y acomoda tu cabeza sobre mi hombro, observa ahí lejos, ya cae el sol, está dibujando los colores rojos porque el mundo se ha cargado de sangre, querido rey Lear, y mañana tendremos tarea, así que descansa, cierra los ojos, duerme esas pocas horas que todavía nos quedan de noche.

Y, es verdad, del mismo modo que el rey Lear irrumpe en casa a través de la lectura llegan también esos atardeceres salvajes y furiosos, el estallido de los colores rojos, descansa rey Lear, descansa.

Otras veces, figúrense que me sucedió lo que le ocurre a aquel Stevens, el mayordomo de Darlington Hall de la novela Los restos del día, de Kazuo Ishiguro. Cuenta que iba a salir de viaje para recorrer el suroeste de Inglaterra. Había llegado a Salisbury, continuó su camino. “Supongo que el sentimiento de desasosiego unido a la emoción con que algunos describen el momento en que, desde un barco, se pierde de vista la costa es muy similar al que yo he experimentado en el coche al comprobar que el paisaje que me rodeaba me resultaba cada vez más extraño, sobre todo cuando, tras una curva, fui a parar a una carretera que rodeaba una colina”, cuenta.

Desasosiego y emoción, así también me ocurría al ir avanzando por el libro. Stevens frenó su automóvil. Yo también me detuve. Bajó a dar una vuelta, vio “un sendero que subía y se perdía entre los matorrales”. Descubrió a un lugareño cerca, le dijo que subiera a la colina. “No hay nada igual en toda Inglaterra”, añadió. Así que yo también decidí acompañarlo. Y vaya: “Delante de mí se extendía una sucesión de campos que se perdían en la lejanía. La tierra parecía ligeramente ondulada y los campos estaban bordeados de árboles y setos. En algunos de los más alejados vislumbré unas manchas que supuse que eran ovejas, y a mi derecha, casi perdida en el horizonte, me pareció ver la torre cuadrada de una iglesia”. E Ishiguro escribe a través de la voz de aquel singular mayordomo que “fue en aquel preciso momento cuando por primera vez sentí energía y entusiasmo para afrontar los días venideros, los cuales, con toda seguridad, me tenían reservadas interesantes experiencias”.

El lápiz subraya aquella descripción. Ha apuntado “desasosiego y emoción”. Ha marcado “interesantes experiencias”. La tierra ondulada, las ovejas, la iglesia: los deslumbrantes paisajes que veo desde esa colina. Otras veces, en cambio, no es la naturaleza lo que tenemos enfrente sino la civilización.

El arquitecto “tomó de los palacios del Renacimiento italiano los principales elementos de su monumental edificio”, cuenta el escritor alemán W. G. Sebald en su novela Austerlitz, “pero había también reminiscencias bizantinas y moriscas, y quizá hubiera visto yo al llegar las redondas torrecillas de granito blanco y gris, cuyo único fin era despertar en el viajero asociaciones medievales”. Está hablando de la Estación Central de Amberes, en la que se pretendió que al entrar en la sala sintiéramos “como si, más allá de todo lo profano, nos encontrásemos en una catedral consagrada al comercio y al tráfico mundiales”.

Mil veces he apuntado Amberes en mis cuadernos para no olvidar que debía visitar esa estación de la que habla Sebald, que cuando se construyó por encargo del rey Leopoldo en el siglo XIX debía conseguir reunir el pasado y el futuro: los mármoles de las escaleras con los techos de acero y el cristal de las plataformas. “En el lugar más alto”, explica, “estaba el tiempo, representado por aguja y esfera”. Un reloj, único elemento barroco de todo el conjunto. Escribe Sebald: “Desde el punto central que ocupaba el mecanismo del reloj en la estación de Amberes se podía vigilar los movimientos de todos los viajeros y, a la inversa, todos los viajeros debían levantar la vista hacia el reloj y ajustar sus actividades por él”.

Nunca he estado en Amberes, pero sí he estado con Sebald ahí, ante ese reloj, mirándolo desde abajo. Cierto es que, físicamente, cuando leí Austerlitz por primera vez me encontraba en una tumbona al lado de una piscina en un pequeño pueblo de la costa de Cádiz, pero eso era irrelevante. Estaba ahí, fascinado por aquella cúpula que se había inspirado en el Panteón de Roma, y comprendiendo que no somos, todos, sino  minúsculas motas de polvo sacudidas por la historia.

El reloj de la Estación Central de Amberes, el reloj de arena del philosophe lisant que pintó Chardin y comentó George Steiner. El tiempo de los hombres, el tiempo de los libros. Uno está siempre abierto, el otro se consume en la duración de la lectura. Lees para descubrir la presencia real de los personajes que habitan las novelas, lees para viajar y descubrir otros paisajes, lees y escuchas al fondo ese tic tac monocorde, incansable, que te susurra que cada vez queda menos tiempo. El lápiz, ay las diabluras del lápiz, te conduce por este o aquel camino, ¿hacía dónde? ¿Quién sabe? Y a ratos no tienes más remedio que levantarte y decir ¿qué pasa aquí?, ¿pero qué diablos pasa aquí? Maldita la hora. Y cierras entonces el libro, contagiado de una congoja ajena, acaso, de una abrumadora melancolía, o lo cierras simplemente para conservar esa risa, para mantenerla cuando regresas ya al mundo de las personas, de vuelta a la calle, al ruido. Como alguien ya distinto que ha dejado de ser él mismo, como al que le han ocurrido muchas cosas que todavía tiene que digerir.

“Con su cálamo, le philosophe lisant transcribirá del libro que está leyendo”, dice George Steiner. Así que si hay un lápiz a la mano es que también va a utilizarse simplemente para copiar. ¿Copiar o escribir de nuevo? Si leer tiene a la postre que ver con la tarea de ir pasando las palabras del libro a las palabras que escribo en un cuaderno, iguales unas a las otras, idénticas, ¿lo que queda al final en el cuaderno es lo mismo que hay en el libro o es otro libro?

Hay un relato de Jorge Luis Borges, incluido en El jardín de los senderos que se bifurcan. Cuenta la historia de Pierre Menard, un poeta de principios del siglo XX influido por el simbolismo, fascinado de manera contradictoria por la obra de Paul Valery, que escribió textos sobre el ajedrez y sobre aspectos concretos del lenguaje, sobre la eficacia de la puntuación, y que se interesó también por la lógica simbólica de George Boole, por Raimon Llull, por las litografías de Carolus Hourcade. Borges explica, además, que tuvo otra obra: “la subterránea, la interminablemente heroica, la impar”, escribe. “También, ¡ay de las posibilidades del hombre, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós”. Y añade, para explicarse: “Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese ‘dislate’ es el objetivo primordial de esta nota”.

En toda la nota, en todo el relato, Borges no se molesta en explicar de qué tratan esos dos capítulos y pico de la magna obra de Cervantes, y que luego, ese poeta francés, Pierre Menard, escribió de nuevo trescientos años después de la publicación original del Quijote. Una obra secreta, y para Borges, “tal vez la más significativa de nuestro tiempo”. ¿Cómo? ¿Dos capítulos y pico de una novela de principios del siglo XVII, convertidos gracias a un poeta francés, en la obra más significativa del siglo XX?

En el capítulo noveno de la primera parte el Quijote, el narrador (pongamos que el propio Cervantes) anda un tanto trastornado porque no sabe qué ha pasado en el duelo que ha entablado aquel singular personaje  con un valeroso vizcaíno. Acaba de confesar que no encontró nada más escrito sobre las aventuras de Don Quijote y sólo espera que por tratarse de “tan buen caballero” no “le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo escribir sus nunca vistas hazañas”. En ésas anda, abrumado, curioso por conocer el desenlace del lance, cuando en Alcaná de Toledo se encuentra con un muchacho que quiere vender “unos cartapacios y papeles viejos a un sedero”. Escribe Cervantes: “ y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos”.

Por ir directo al grano: el narrador advierte en un margen una referencia a Dulcinea del Toboso (alguna diablura de un remoto lápiz), así que adquiere el material, contrata a un tipo que, “en poco más de mes y medio”, se lo traduce entero y, efectivamente, encuentra el lance entre don Quijote y el vizcaíno. Lo relevante, en cualquier caso, es que justo a partir de ese momento lo que vamos a leer en el libro de Cervantes es la traducción de la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

Perdónenme, pero conviene señalarlo antes de continuar. Pierre Menard escribió de nuevo un par y pico capítulos de un libro de Cide Hamete Benengeli que, a su vez, había escrito de nuevo Miguel de Cervantes.

El capítulo trigésimo octavo es el que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras; en cuanto al capítulo veintidós, del que Pierre Menard sólo escribió un fragmento, dejando de esa manera inconcluso su magno desafío, es el que se ocupa de aquella valiente intervención de don Quijote cuando “vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas en las manos”. ¡Los galeotes condenados a galeras! Pero dejemos aquí a Cervantes y volvamos a Menard.

Borges recoge en su relato una carta escrita por el poeta francés en la que habla de su titánica tarea: “Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea”. Luego explica: “Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del siglo veinte, es casi imposible”.

“Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preeexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas”. Borges pinta así el gigantesco esfuerzo de Pierre Menard. Antes se ha pronunciado sobre sus impresionantes logros. Reconoce, para empezar, que el Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos”, comenta, “pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)”.

Hay un momento en que compara uno de los fragmentos que escribió Cervantes y que, palabra a palabra, volvió a escribir Menard:

“…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.

“Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el ‘ingenio lego’ de Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia”. escribe Borges. Lo que quiere decir Menard es, en cambio, radicalmente diferente. “La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –‘ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir’– son descaradamente pragmáticas”.

Yo también estoy copiando en este momento a Borges. Quizá, con un poco más de timidez, de tanto en tanto agrego un “dice”, “explica”, “escribe”. Copio a Borges porque al ir haciéndolo voy trasladando a la página lo que yo quiero decir. Leer es copiar porque lo que alguien escribió lo volvemos a decir cada uno de nosotros en otro mundo, en otras circunstancias, con otra biografía detrás, con otras preocupaciones. Pierre Menard, el personaje que inventó Borges era un poeta simbolista de principios de siglo. Borges escribe su relato en 1939 y lo que está diciendo, aquello de “la historia, madre de la verdad”, lo está diciendo después de la II Guerra Mundial, donde el partido nazi se arrogó la tarea de conquistar el mundo tras haberle inventado al pueblo alemán una historia gloriosa que justificaba su afán expansionista. Ahora, en este instante, el lápiz que utilizo ha marcado entre signos de admiración esta frase: “Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen”. Y lo que yo estoy intentando decir, o sugerir, o barruntar, o apuntar, es que en este momento los nacionalismos están volviéndose a despertar en Europa. Y por eso, seguro, saco de nuevo a la luz esa terrible perversión que ha conducido a tantas catástrofes: la de aquellos que se inventaron una historia propia para sentirse distintos a los demás y que, por tanto, los autorizaba a levantar fronteras.

El lápiz sigue ahí. Debo sacarle punta a estas alturas. Cierro un momento el libro. Cojo un tajador que tengo a mano, procuro no salirme de madre y que no se me rompa la punta, como me pasa tantas veces. Vuelvo a la página en la que andaba. En el margen de arriba escribo: “contra los nacionalismos”. Luego le doy la vuelta y apunto en el margen lateral y con todas las letras mayúsculas: ¡qué bueno Borges! ¡qué bueno este Menard! ¡qué bueno Cervantes! Alguien me llama. Regreso al mundo.