El último mensaje El último mensaje

El último mensaje

José Pulido

Las paredes y el techo de la habitación conformaban una pesada tristeza blanca; él se miraba en el espejo buscando ojeras, interrogando humores y se daba cuenta de que en su cuerpo se repetía la delgadez elegante de su padre. El fantasma de su padre se enderezaba y desaprobaba la caducidad del espejo. Sintió un leve crujido en el cuello y observó la ausencia de sonrisa. Entendió que la apretada severidad de su boca era de origen materno y quizá su mirada también. Como la llama dudosa de una vela, en sus ojos oscilaba la melancolía.

El 18 de marzo había intentado suicidarse con veronal. Había pasado exactamente un mes. Aquel intento lo sumía en una oscuridad que ya no le parecía tan terrible. Quizá durmió unos minutos en esa infausta ocasión. Veronal. Qué palabra.

Regresó al escritorio que había improvisado cerca de la cama y sintió que la oscuridad lo perseguía, aun estando rodeado de tanta blancura. Acusó la urgente necesidad de encender una lámpara. Una hoja en blanco expandió su pozo y le borró el pensar. Reaccionó juntando palabras en su mente que decían: “Es 18 de abril de 1930 y tengo que escribir una carta para mi prima Dolores”.

Aunque afuera el día era cálido, en relación con Cumaná la brisa podía ser de un frío desolador. Ese 8 de abril le escribió una carta a su prima Dolores Emilia Madriz, quien vivía en Cumaná. Extrañaba la cercanía del mar.

“Prima adorada: Sólo puedo asegurarte que no volverás a verme enfermo”.

Estaba muy cansado, deseaba dormir y el insomnio crecía como los nubarrones en el cielo. Estaba a punto de cumplir cuarenta años de edad y la depresión lo acorralaba. Creía que los dos últimos años los había perdido porque no había escrito ni una línea. Eso decía en sus cartas. La desesperación sin sentido lo abrumaba. Quizá pensaba que la poesía se había ido para siempre a dormir sin él.

Escribir era lo que más ansiaba, constituía su existencia, pero también le preocupaba la opinión negativa que respecto a él se gestara en la muchedumbre hiriente.

“Prima adorada: Tú sabes que personas interesadas han esparcido por allí que yo soy intratable. No dejes triunfar esa infame leyenda. Yo soy muy accesible y fácil”.

A su hermano Lorenzo le comentó: “Mi estado de salud no inspira ninguna alarma y te digo esto para impedir que esta carta se torne sombría”.

Quería dormir y anhelaba estar despierto pero con plena y fresca con disposición para la escritura. Sin embargo, ninguna de las dos empresas parecía posible.

“Prima adorada: Yo no sé cómo estoy pero te aseguro que no siento mucho miedo de la muerte”.

El 7 de junio de 1930 le dijo al papel: “yo no me resigno a pasar el resto de mi vida ¡quién sabe cuántos años! en la decadencia mental…”

Volvía al espejo y trataba de hallar un poco de su propio ser, pero el presente y el pasado se transformaban en una niebla. El fantasma de su padre parecía murmurar “la humedad del tiempo acaba con los espejos”.

Sólo podía escribir cartas en esos momentos. Y es lo que hacía:

“Temo muchísimo perder la voluntad para el trabajo…apenas leo. Descubro en mí un cambio radical en el carácter. Pasado mañana cumplo cuarenta años y hace dos que no escribo una línea…”

“Los médicos en Europa no han descubierto qué  es lo que me derriba. Yo supongo que son pesares acumulados”.

Pesares acumulados. Vaya frase.

El 9 de junio, día de su cumpleaños agarró de nuevo el veronal. Y falleció el 13 de junio de pesares acumulados.

Su último poema dice así:

“Yo decliné mi frente sobre el páramo de las revelaciones y del terror”.

Su herencia poética es abrumadora, preciosa y elevada. Es probable que figure entre los hombres más cultos y sensibles que ha dado el continente. Porque lo fue. Murió no sólo porque le era difícil dormir. Es que tampoco tenía la posibilidad de soñar.