Nacido en la parroquia de Santa Rosalía, a los diecinueve años comenzó a tocar con el «Pollo» Brito, luego con Aquiles Báez y después con los artistas y agrupaciones venezolanos más consagrados. Es un bajista excepcional, talentoso y versátil. Se mueve con soltura entre las tradiciones musicales venezolanas y los géneros contemporáneos más exigentes.
TEXTO ALFREDO SÁNCHEZ | FOTOGRAFÍA YURI LISCANO
Los bajistas somos unos tipos impredecibles. Con una sola nota podemos arruinar un concierto. Por eso siempre les digo a mis amigos: «Desconfíen de los bajistas. Somos peligrosos. No siempre sabemos lo que estamos haciendo». Los grandes bajistas tienen cara de tontos. Roberto Koch, Gonzalo Teppa, yo mismo, tenemos cara de tontos; parecemos unos nerds. Esto quizás tenga que ver con el hecho de que el bajista nunca es protagonista. Y sin embargo, si bien un bajista nunca es líder de la banda, su visión siempre es más amplia, porque es más de conjunto. Un bajista lo escucha todo, lo sabe todo. Hay bajistas que son arreglistas y compositores, como los pianistas, porque intuyen el mundo con solo pisar una nota. En una grabación, por ejemplo, puede existir de todo, menos un bajista malo.
PRIMERO LA TAMBORA
En mi primer recuerdo estoy viendo a mi padre, Héctor Márquez, tocando el bajo en un viejo video. Él formaba parte de un grupo llamado Los Casanovas. No era músico profesional, pero ya se había iniciado con los primeros grupos de gaitas que tocaron en Caracas. Nosotros éramos de Santa Rosalía, pero mi papá venía de Catia, donde solía dar serenatas con los amigos. Cuando dejó la música, se volvió musicalizador y se dedicó al trabajo audiovisual.
En mi casa siempre hubo música. Escuchábamos desde gaitas hasta música académica. A mí me gustaba mucho un casete llamado Grandes éxitos de la música clásica. Me lo llevaba todos los días al colegio. Me encantaba el Bolero de Ravel, pero lo que más me emocionaba era la gaita. Quizás por eso mi papá me enseñó a tocar la tambora. Luego me compró un cuatrico, que yo ponía al revés y lo usaba como tambora. También apareció una charrasca, instrumento estruendoso, que a mí me encantaba. Comenzó a gustarme la percusión, y mis hermanos mayores, que tenían una banda llamada Similares Diferentes, me dejaban tocar con ellos. Usaba la tambora como bombo; la pandereta como platillos; y unas latas de Pringles como redoblante. Tocábamos ska. La primera vez que ensayamos juntos, me dije: «Esto suena bien». En esos mismos años, mi papá me puso por primera vez un disco de Ensamble Gurrufío. Me impresionaron tanto, que se convirtieron en mi obsesión. Admiraba ese virtuosismo. Me llevaron a verlos cuando celebraban sus quince años, y ese concierto cambió mi vida para siempre. Creo que allí nació mi amor por la música venezolana. Mi mamá me cambió a un colegio donde había una maestra que tenía un coro de aguinaldos. Con ese coro me presenté en público por primera vez, con Los Gaiteros de la Peñalver. Yo me sentía feliz: estaba en un grupo tocando gaitas. Oía a El Cuarteto, pero lo que más me gustaba era Gurrufío. Aprendí a tocar maracas oyendo discos. Trataba de seguir el ritmo, pero me decía: Aquí hay algo raro. Después entendí que en la música había una cosa llamada cambios de tiempo. Luego ingresé a la escuela de música Prudencio Esáa. No me gustó, porque tenía que estudiar teoría y solfeo. Y mis padres me dijeron: «Si de verdad quieres aprender música, tienes que estudiar teoría y solfeo». Luego mi mamá, buscando transporte, supo de un chofer en el colegio que era director de un coro: el Coro Infantil Venezuela. De allí habían salido agrupaciones como La Rondallita, que había grabado El burrito sabanero con Hugo Blanco. Ellos cantaban todo el año. Además, los muchachos no pagaban nada, porque los que ya habían aprendido enseñaban a los nuevos. Me llevaron a un ensayo en Sarría y vi por primera vez un bajo. Era igual al que tocaba mi papá. Lo identifiqué por las cuatro cuerdas. Alguien se me acercó y me dijo: «¿Quieres probar?». Yo apenas tenía diez años. Agarré el instrumento como pude y le saqué un sonido. A partir de ese día, mi enamoramiento fue total. Era un bajo japonés. Un Sakai del año sesenta y pico. Empecé a fastidiar a mi mamá. «Quiero tocar el bajo, mamá. Méteme en clases, por favor.» Cuando lo logré, me quedaba estudiando hasta tarde. Estaba enfiebrado. «Pon el dedo aquí.» Y yo le daba. Quin-quin-quin… Quin-quin-quin. No eran muchas notas, pero yo seguía tocando. No sonaba muy bien, porque lo que era en tono mayor lo tocaba en menor, pero ¿qué importaba? Tocaba hasta el cansancio, hasta que me convertí en bajista del coro, porque los demás muchachos se habían retirado. En diciembre me regalaron mi primer bajo, que aún conservo. Le tengo cariño. Se llama «Filipo» por la marca: «Phil Pro». A mí me gustaba acompañar a mi papá a los conciertos. Un día tocaba La Trova Gaitera. Allí estaba Rafael «el Pollo» Brito, uno de mis héroes. Nunca había visto a alguien tocar el cuatro así. En la casa teníamos su disco y empecé a sacar sus canciones. Un día mi papá le comentó a sus amigos, entre ellos Henry Paul (el bajista de Guaco): «Oigan, mi hijo está tocando el bajo». A partir de ahí, Henry se convirtió en mi héroe. Apenas lo escuché tocando gaitas, empecé a copiarme todos sus discos. Cuando él se enteró, le dijo a mi papá: «Que toque y oiga de todo: Uno no sabe cuándo va a terminar to – cando vallenato en un botiquín de la Baralt». Desde entonces oigo de todo, aunque no me guste.
“En esos mismos años, mi papá me puso por primera vez un disco de Ensamble Gurrufío. Me impresionaron tanto, que se convirtieron en mi obsesión. Admiraba ese virtuosismo”
CIERTA JERARQUÍA
Aprendí a tocar guitarra rítmica. Me parecían muy difíciles los arpegios y el cuatro seguía sin gustarme. Me salí de la Escuela Prudencio Esáa y me inscribieron en la José Ángel Lamas. Duré poco. No me gustaba. La escuela estaba muy deteriorada y había problemas de administración: una semana no tenía clases y la otra tampoco. De modo que pasé un año sin poder estudiar. Pero seguía en el coro. Mis amigos fueron escogiendo sus instrumentos: uno el piano, otro la percusión, otro la flauta, el clarinete, y yo el bajo. Recuerdo que había otra escuela de música donde estudiaba: la José Reyna. No enseñaban bajo eléctrico, sino contrabajo, un instrumento totalmente diferente. En lo único que se parecen es que se afinan igual. Un vecino de la casa tocaba guitarra y me enseñó a leer cifrado. Aprendía aún más rápido. Con el método de guitarra popular me fijaba en los acordes. Luego, en la escuela, me inicié formalmente en el contrabajo. Mi hermana estudió mandolina. Un día pasó un profesor, Samuel Granados, y me vio tocando. Me dijo: «¿Tocas la guitarra? Ven y te doy unas clases». Con él entendí mucho más: estudié la melodía, vi cómo se trabajaban los bajos y aprendí a tocar la guitarra arpegiada. Encontré un balance perfecto porque él alternaba la guataca con el método. Así era más ameno. Bajos, armonías, melodías: un universo nuevo para mí. Todo por descubrir. Aunque yo solamente quería aprender guitarra para tocar Natalia, el vals del maestro Lauro. De modo que mi maestro me dijo: «De acuerdo. Te enseño Natalia, pero primero te aprendes esto». Y me enseñó una digitación sencilla. Luego algo más complejo, hasta que toqué la pieza completa. En esos días otro descubrimiento cambió mi vida: un casete de Los Beatles. La primera canción que oí fue Hey, Jude. Bastó y sobró. Busqué todo lo que habían grabado y saqué todas las canciones en el bajo. Y gritaba en el coro: «Oigan a Los Beatles, ¡tienen que oír a Los Beatles!». A la par empecé a oír a Bach, pero me aburría, excepto la Tocata y fuga. A los trece años, ya sabía que sería músico. La famosa frase de Henry Paul me daba vueltas: «Oye de todo». Y eso hice. Conocí el trabajo de Saúl Vera, de Aquiles Báez, de Caracas Sincrónica. Mi universo ya no era únicamente Ensamble Gurrufío. Me sabía todos esos discos de memoria. Y me extrañaba que mis amigos músicos me dijeran: «No toques música venezolana». Creían que eso perjudicaba mi formación de músico «serio»; mis profesores, en cambio, no tenían ese prejuicio. Al contrario, les encantaba la música venezolana, y eso me reconfortaba. Yo experimentaba un sentido de pertenencia hacia esa música. En el Coro Infantil Venezuela aprendí otras cosas. Si nos íbamos de gira, creábamos comisiones: la Comisión A, friega; la Comisión B, recoge y así. Valorábamos el esfuerzo de hacer música. Nos ayudábamos. Aprendí a tocar otros instrumentos. Un amigo me enseñó el piano y yo a él el bajo. Era una Venezuela solidaria. Por eso amo tanto nuestra cultura y nuestra música. De esa época guardo recuerdos inolvidables. Aprendí a trabajar en equipo, a hacer arreglos, a grabar y a tener otras responsabilidades. Siempre disfruté la libertad de tocar por encima del hecho mismo de estudiar. Así, fui sintiendo que algo me distinguía: una cierta malicia, que no tenían los estudiados y que solo se aprende «en la calle». Eso me daba una cierta jerarquía. Me sentía un adelantado porque no estaba sometido a esa rigidez. Era libre. Después entendí que no es lo mismo tocar que estudiar. Llegó un punto en el cual ese desfase se hizo cada vez más evidente y me sentí desmotivado, al punto que quise dejar la música. Le dije a mi mamá: «No quiero seguir estudiando». Y ella me respondió: «Haz lo que tú quieras, pero no renuncies ahora. Termina tu trimestre, y después ves». Para mí eso fue fundamental, y se lo agradeceré siempre, porque si me hubiese dicho: «Está bien, retírate», hoy en día no sería músico.
«otro descubrimiento cambió mi vida: un casete de Los Beatles. La primera canción que oí fue Hey, Jude. Bastó y sobró. Busqué todo lo que habían grabado y saqué todas las canciones en el bajo»
Ella me dio la libertad de decidir y me impulsó. Me dijo: «Puedes ser lo que quieras, con tal de que estudies. Puedes ser albañil, pero estudia. Y verás que vas a ser el mejor albañil». Y eso me sirvió para ser más disciplinado: ese rigor conmigo mismo marcó la diferencia. Comencé a tener una mayor sed de conocimiento. Quería que mis profesores fueran los más difíciles, quería que mis estudios fueran un reto. Mi mamá fue mi ejemplo, porque ella estudió en el INCE y después Derecho en la universidad. Hoy en día sigue estudiando. Y mi papá igual: siempre hacía cursos y se superaba.
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