La magia de Gerbasi La magia de Gerbasi

Por José Pulido  (@josepulido2015)

Hubo una época cuyo misterioso ajedrez movió a los seres humanos del mar a la selva, del llano a los rascacielos, de la antigüedad a la pubertad. Y ese movimiento hizo posible que se descubriera una máquina vegetal atornillada con flores y pájaros; impulsada con inviernos y solazos, con miedos de tragavenados y sustos de báquiros, llamada Canoabo.

Era una máquina que convertía el italiano de antiquísima sentimentalidad en castellano de moderno amor y aquí es donde aparece súbitamente lo que descubrió Ludovico Silva, un poeta filósofo cuyos ojos penetraban hasta el tuétano de las piedras. Ludovico puso de relieve el comportamiento mágico de Vicente Gerbasi y lo explicó así: “Aun estando la realidad misma cargada de magia objetiva, son muy pocos los que alcanzan a expresar esa magia. A eso llamo yo poeta, y a su labor, poesía.”

Canoabo, la máquina vegetal, animal y mineral de hacer castellano, despertó la voz de Vicente Gerbasi usando tucusitos, pájaros carpinteros y celajes de cunaguaros serpentinos cruzando los atardeceres de la montaña. También engendraron esa voz, las mujeres pilando el maíz y susurrando su clandestinaje musical; la tristeza macerándose encima de los caminos  acosados de monte y los zamuritos en la lejanía de arriba, vigilando las muertes grandes y lamentando las muertes pequeñas, que son las que más duelen.

Poeta profundo y primordial de dos naciones, unificó ambos orígenes hasta desembocar en un territorio único. Y cómo se habrá convertido en país el poeta Vicente Gerbasi, que nosotros vivimos en él, habitamos, sin necesidad de pasaporte, en su ternura libertaria.

Hay quienes se plantean en tono especulativo “Si estuviera vivo ¿qué escribiría hoy el poeta Gerbasi? Aunque ya el poeta volcó en el mundo lo que tenía que decir y lo hizo de tal manera que renace con juventud avasallante cada vez que se abre uno de sus libros y se establece el diálogo espiritual pertinente.

Hoy fue cuando murió y fue hoy cuando siguió viviendo. Porque todos los días sufrimos su muerte y celebramos su vida.

Todos los días nuestros grandes ciudadanos fallecen de nuevo cuando no los recordamos y cuando no los sentimos, pero renacen pese a cualquier indolencia nuestra, porque sus obras son en definitiva lo que se llama patria, lo que se atesora como sangre de familia y como calor de hogar.